Aprender a integrar la frustración

Es un drama de la vida afectiva carecer de la capacidad para quedarse y para encontrar satisfacción en la realidad aunque sea frustrante.

Como el chico guapo que no ha logrado construir ninguna relación amorosa duradera, no por falta de ganas, sino por su tendencia a la idealización. Todas las mujeres con las que ha salido, pierden su encanto después de unas semanas, cuando se hacen evidentes los defectos. El no sabe relacionarse con la debilidad, ni con la vulnerabilidad ni con la imperfección. Es posible que tenga tanto miedo de ser descubierto en sus propias limitaciones, que prefiera transferirlas –como un claro síntoma– a las mujeres.

Aprender a frustrase
“Las únicas satisfacciones disponibles son las satisfacciones de la realidad, que son en sí mismas, frustrantes”.

Habría que detenerse y leer con calma y varias veces la frase de Adam Phillips, que deja claro que la frustración es una parte inseparable de la satisfacción, lo que quiere decir que todos los deseos siempre serán parcialmente saciados.

Las consecuencias de aprender a integrar la frustración como elemento esencial de la vida diaria, son vastas. Todos sabemos que los niños y adolescentes que no saben frustrarse, enfrentarán muchas dificultades para controlar sus impulsos o para perseverar en las tareas repetitivas, indispensables para construir aprendizaje. Lo mismo puede decirse de un adulto, que cuando algo sale mal, no tiene la tranquilidad de ánimo para sobreponerse. Dos personas que enfrentan circunstancias similares harán interpretaciones distintas de lo que ocurre, dependiendo de cuánta realidad sean capaces de soportar.

Muchos no saben quedarse precisamente por esto: porque anticipar que los deseos quedarán solo parcialmente satisfechos, les llena de amargura y prefieren huir, evitar cercanía, renunciar a un trabajo casi en el segundo en que las cosas se vuelven ríspidas o alejarse de amigos que no los comprendieron con precisión quirúrgica. thumb-440352_1280

Los que se van se sienten incomprendidos:
El deseo de ser comprendidos es una de las formas “más violentas de la nostalgia”, apunta Phillips. Tiene razón. Todos quisiéramos encontrarnos a esa madre buena que nos cuidó, alimentó y miró con ternura. O desearíamos contar con alguien que repare la ausencia o la frialdad de una madre no disponible.

Irse antes de que los otros digan adiós, es una efectiva y también torpe defensa psíquica para evitar el dolor de las pérdidas. Quien se involucra fugazmente con la vida, jamás logra la calma y la paciencia necesarias para construir lazos sólidos y profundos.

Ana no sabe quedarse. Pierde rápidamente el interés por las personas que creía apreciar. Elige un trabajo con mucha ilusión pero no le alcanza más que para unos cuantos meses. Inicia clases de yoga, talleres literarios, diplomados. Decenas de programas inconclusos porque siempre termina pensando que jamás va a encontrar lo que busca. Porque su idealismo es en el fondo pesimismo. Nada se parece a lo que existe en su fantasía.

También ocurre en la terapia. Pacientes que pronto se desesperan y que no creen que nadie pueda ayudarlos ni comprenderlos, abandonan su intento de sentirse mejor porque huir es un modo de relación que no pueden detener.

La bondad, entendida como la capacidad para comprender la vulnerabilidad propia y de los otros, es una cualidad indispensable. Solo aceptando la debilidad, la fealdad, lo defectuoso, lo incomprensible, el caos, la contradicción y la frustración del deseo, se puede ser capaz de encontrar belleza, amor, conexión, no con lo excepcional sino con lo ordinario y poco espectacular que nos describe a todos y a todas las cosas.

Le hacemos la guerra a la frustración cuando nos enamoramos o cuando encontramos algo que nos apasiona hacer, pero la única forma de que estos intentos fructifiquen como estados emocionales más o menos estables, es quedarse una vez que pasó el entusiasmo inicial. Solo quienes se quedan a pesar de las imperfecciones de la realidad pueden combatir el vacío, condición irrenunciable de la existencia, que siempre impone la pregunta: ¿Y después de esto, qué?

Vale Villa